Roger Hansen le llamó “la paz del PRI”, se trataba de la sorprendente mixtura de factores que permitieron, a lo largo de muchas décadas, que el sistema autoritario se moviera con aparente sosiego, que ofreciera al exterior una fachada democrática y encarara con éxito los mayores desafíos a la gobernabilidad.

El crecimiento económico, vigoroso y sostenido, jugaba un papel central porque dotaba de recursos al Estado para atender la educación, la seguridad social y la vivienda, al tiempo que generaba empleos, elevaba los ingresos de los trabajadores y legitimaba al régimen.

El reformismo (agrario, político, social) fue otro rasgo característico de los gobiernos de la posrevolución que permitió desactivar protestas; las autoridades solían ser sensibles a demandas sociales y dúctiles, imaginativas en las respuestas, que incluían la cooptación de los opositores.

Estaba también el corporativismo, esa alianza subordinada de las organizaciones obreras y campesinas con el Ogro Filantrópico (Octavio Paz dixit), una alianza que se alimentaba con las concesiones para los trabajadores, al tiempo que permitía el enriquecimiento de sus líderes.

Desde luego ayudaba la cultura política del grueso de la población: más de la mitad estaba integrada por el “mexicano cínico”, el que decía (y dice): “está bien que roben, pero que salpiquen”, “no les pido que me den, nomás que me pongan donde hay”, y contribuía a la paz la apatía, pasividad, fatalismo y resignación de los más pobres de los pobres.

Y al final, cuando todo fallaba para contener la indignación social, se desataba la represión: el gobierno desplegaba su violencia contra quienes lo desafiaran en las calles, como lo hizo contra el movimiento médico (1964-1965), contra los ferrocarrileros que encabezaba Demetrio Vallejo (1958) o contra los estudiantes, diez años después; ésa era su manera de recordarle a la sociedad quién tenía el monopolio de la violencia.

Pero hoy, cuando llevamos más de treinta años de “estancamiento estabilizador”, cuando millones de jóvenes no estudian ni encuentran lugar en el mercado laboral y la mayoría de los trabajadores sufre la precarización de sus salarios y empleos; cuando el corporativismo vive su peor hora y el Estado ha desmantelado las instituciones de bienestar social; cuando en anchas franjas del territorio nacional la gente está a merced del crimen, ¿cómo explicar el milagro de la estabilidad?

Quizás porque fuimos generando un sistema de acomodamientos o amortiguadores sociales, porque la descomposición no se dio de la noche a la mañana, sino de manera gradual, casi de forma que nos fuéramos acostumbrando; también porque debajo de la aparente normalidad, en muchos territorios lo que existe es una pax narca, y en otros, porque el comercio informal (e ilegal) que inunda aceras y plazas en nuestras urbes, compensa la frágil oferta laboral, y la emigración hacia el vecino del norte —unos doce millones de mexicanos— despresuriza los reclamos sociales y sus remesas alivian la pobreza de sus familias y comunidades.

Aún en los territorios dominados por las bandas criminales, la gente encuentra las maneras de convivir con la violencia, hasta que alcanza su límite, como ocurrió con las autodefensas en Michoacán o como lo expresa la barbarie de linchamientos a reales o supuestos delincuentes.

Y cuando no se tiene acceso a esos paliativos (emigración, informalidad, apoyos), queda otra salida, falsa, perturbadora: la incursión en la delincuencia. Hoy, muchos niños y adolescentes se desempeñan como halconcitos y de allí escalan hasta convertirse en sicarios. Estos chamacos son reclutados por las bandas porque le resultan baratos, porque pueden entrar y salir de la cárcel pronto y porque son desechables.

El país está muy descompuesto. Hay decenas de miles de desaparecidos —el hallazgo de otras fosas clandestinas en Veracruz nos recuerda el horror—; las extorsiones son el pan de cada día y lo mismo los asaltos en la vía pública y los robos a domicilios... La impunidad alcanza casi el 100 por ciento y nuevas denuncias exhiben la voracidad y el descaro de nuestra clase gobernante; “a mí que me esculquen”, parecen decir los señalados, pero se les acusa de rateros, no de tarugos.

Pacientemente desmantelado durante las últimas tres o cuatro décadas, el Estado Mexicano encuentra en la gobernabilidad acaso el reto mayor, no solo por sus menguadas capacidades institucionales para combatir la delincuencia y proveer seguridad a los ciudadanos, sino porque ese sistema de amortiguadores sociales que explicaban la estabilidad del régimen priista, ya no existe. El gobierno entrante tendrá que recuperar éstas y apuntalar aquéllas.

Presidente de GCI. @alfonsozarate

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