Hace unos días, asesinaron a Monse en Toluca. Una persona le disparó varias veces desde un auto, mientras ella se encontraba trabajando en una avenida de la ciudad. Asesinaron a Alaska en Veracruz. A Alexa en Silao. A Nayali en Chiapas. Ellas son algunas víctimas de la transfobia de los últimos meses, pero hay muchas más. De acuerdo con datos de la organización de la sociedad civil Letra S, entre enero de 2013 y diciembre de 2017, 209 mujeres trans fueron asesinadas.

Cada caso debe investigarse en lo individual, pero no podemos dejar de constatar que el cúmulo de asesinatos constituyen un fenómeno social, una intención compartida de castigar a las personas que no se ajustan a lo que se considera “normal” o “deseable” sobre el sexo o el género en una sociedad. El castigo busca ser ejemplar, un recordatorio para cualquiera que se atreva a nacer con un sexo biológico e identificarse con otro género, por eso es común que las mujeres trans sean asesinadas con una terrible saña. Casi siempre quedan impunes, tanto de parte del Estado, como de parte de la sociedad, que ni siquiera se indigna.

La violencia es la mayor expresión de la discriminación que viven las mujeres trans, pero no se limita a ella. El ciclo de vida de quienes se identifican con un género diferente al asignado al nacer está marcado por la discriminación: en la casa, en la escuela, en los servicios de salud, en la calle, en el mundo laboral, en el sistema de justicia, en los medios de comunicación, hay prácticas discriminatorias de rechazo y marginación.

Un importante estudio realizado por personal del Instituto Nacional de Psiquiatría revela que el deterioro funcional, la angustia y la ansiedad que presentan muchas personas trans es producto del rechazo social, la violencia y discriminación que enfrentan a diario, y no por la identidad transgénero en sí misma. Este importante estudio contribuyó, entre otros, a que en junio de este año, la Organización Mundial de la Salud (OMS) eliminara del capítulo de trastornos mentales a las identidades trans.

¿Quién no se deprimiría de luchar y luchar contra el rechazo irracional de los demás? ¿Quién no sentiría ansiedad de salir a la calle, sabiendo que por todos lados hay riesgos: de no poder ir al baño, de no poder registrarse para entrar a un edificio, de no poder conseguir un empleo? El acoso y la discriminación hacia las personas trans es constante. ¿Se imagina lo que se siente vivir así?

Lo peor es que en México sabemos perfectamente que esto ocurre. En la Encuesta Nacional sobre Discriminación 2017, realizada en 40 mil viviendas a más de 100 mil personas, el grupo percibido como al que menos se le respetan sus derechos es a las personas trans. Así lo consideraron siete de cada 10 personas encuestadas.

Existen ya, a nivel nacional, algunas herramientas para comenzar a desmantelar prácticas discriminatorias. Las guías para la atención a personas trans en todo el sistema de salud, el protocolo recientemente aprobado por la Conferencia Nacional de Procuración de Justicia para casos que involucren la orientación sexual o la identidad de género, las sentencias de la Corte que reiteran el derecho al libre desarrollo de la personalidad, entre otros.

Sin embargo, queda mucho trabajo por delante. Hay prácticas institucionales que prohibir y sancionar, leyes que reformar, medidas de acción afirmativa que diseñar, crímenes de odio que castigar y una cultura que transformar. El Estado debe actuar sin titubeos.

La discriminación que no se atiende se transforma en erosión social, en desigualdad. La discriminación que no se atiende también se transforma en violencia. Un compromiso con la paz transita, forzosamente, por comprometerse con la igualdad y la no discriminación.

*Presidenta del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación

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