Pocas palabras son tan manoseadas como “izquierda”. No sé si los políticos y los periodistas mexicanos que abusan de ella conozcan su etimología, pero los saltos mortales que dan de un significado a otro me hacen dudarlo. Muchos apelan al discurso en boga, el que asume como su leitmotiv el impulso a una agenda de interrupción del embarazo, matrimonios igualitarios y un mediano etcétera. Otros, más clásicos, afirman que lo que la define es su defensa de la intervención del Estado en la economía para redistribuir el ingreso. Y aunque afortunadamente son escasos, no faltan quienes esgrimen la banalidad de que el izquierdista es el rupturista o el antisistema, sea cual sea el sistema o el statu quo. La aplicación de este último esquema conceptual, por cierto, daría un resultado insólito: la izquierda lucharía contra el derecho a la diferencia y el igualitarismo ahí donde ambas cosas fueran parte del orden establecido.

Me parece ocioso entrar en precisiones porque la mayoría de los profesionales de la política y el periodismo usan la definición que convenga a sus consignas. De hecho, muchos aquellos convertidos súbitamente en celosos guardianes de la pureza ideológica, esos que hoy critican el aliancismo de amplio espectro con la cantaleta de “alianzas contra natura”, ayer gritaban que ya no había ideologías. Volver a plantearles el eclecticismo de Leszek Kolakowski sería torturarlos a ellos y, sobre todo, al espíritu de Kolakowski. Con todo, vale aclarar que en lo que va de este sexenio el PRI nunca se ha “desdoblado” hacia la izquierda: se ha mantenido consistentemente “doblado” a la derecha, tómese la definición que se tome, con los tres presidentes que ha tenido de 2012 a la fecha. Si se asumen las concepciones más socorridas de los polos ideológicos —estatismo/neoliberalismo y progresismo/conservadurismo—, se tiene que concluir que los dirigentes priístas en el CEN y en las Cámaras —dos de ellos son los mismos— actuaron como neoliberales cuando privatizaron el petróleo y como conservadores cuando mandaron una iniciativa oportunista para legalizar los matrimonios del mismo sexo y luego recularon, tras calcular una pérdida de votos.

Evitemos equívocos: desde 1990 he refutado la peregrina tesis del fin de las ideologías. Pero de ahí a pensar que el derrumbe del socialismo real no disminuyó la distancia entre izquierdismo y derechismo —cuya distinción más válida deriva a mi juicio de la visión de la desigualdad— media un abismo. Del debate entre la abolición de la propiedad privada o la implantación del Estado guardián se pasó, gracias a la socialdemocracia, a la compatibilidad entre democracia y Estado de bienestar, y ahora se discuten reformas fiscales y salarios mínimos. Por eso en México, que vive tiempos de emergencia causados por la corrupción rampante y a la restauración autor itaria del priñanietismo, nada impide que izquierda y derecha se alíen para combatir prioritariamente esos dos males. Si bien una dictadura es peor que una dictablanda, las actuales circunstancias mexicanas no distan tanto de las que justificaron la concertación chilena, y en el ámbito de la corrupción son incluso peores. He aquí el dilema de México, que no es ideológico: es ético. Si el Frente Amplio no funciona no será por incompatibilidad doctrinaria sino porque no pudo construirse la candidatura de un(a) demócrata moralmente irreprochable. Sí hay un proyecto común para contrarrestar la putrefacción del régimen priísta, que se roba el dinero y las esperanzas de la sociedad; el desafío es encontrar a quien lo encarne.

En cualquier caso, las próximas elecciones no van a dirimirse en un debate de ideologías en la connotación vigesémica de la palabra. Hablar de “desdoblamientos” hacia un lado del espectro ideológico, pues, es hacer demagogia. La ciudadanía no votará por un proyecto de derecha o izquierda: elegirá entre las opciones de continuidad o fin del régimen. Será una lucha entre el aparato clientelar y el enojo social. La corrupción en su sentido más amplio —corromper, dice el diccionario de la Academia, es echar a perder— será el tema central. Creo que cada vez somos más los mexicanos que sabemos que la corrupción exacerba tanto la pobreza y la desigualdad como la inseguridad y la violencia. Si estoy en lo cierto, y si no se pulveriza el voto opositor, en 2018 veremos un escenario electoral más parecido al de 2016 que al de 2017.

Diputado federal. @abasave

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