Abordar el movimiento independentista catalán y el proceso actual que ha llevado a una convocatoria de referéndum el 1 de octubre por parte de la Generalitat de Cataluña (el gobierno autónomo regional) resulta tan complejo como puede ser desde perspectivas jurídico-constitucionales, sociológico-identitarias, o económica-distributivas. Estas perspectivas también pueden darse desde el nivel europeo.

En primer lugar, es necesario recordar el papel que los nacionalismos han tenido históricamente en Europa: desde la formación y consolidación de la idea del Estado-nación a la exaltación del sentimiento nacionalista y sus consecuencias violentas, tanto en las dos guerras mundiales como en las guerras balcánicas de la década de los años 90 del siglo pasado. En este sentido, Cataluña sería un desafío separatista pacífico en territorio europeo que podría animar otros movimientos, cada uno particular y difícilmente comparables entre sí. Como ejemplos cabe señalar el caso flamenco en Países Bajos, el escocés en Reino Unido, o el corso y el sardo en Francia e Italia respectivamente.

Mucho se ha dicho que el caso de la independencia unilateral de Kosovo en 2008 podría ser parámetro para aplicar un derecho de autodeterminación —que no es negable para el pueblo catalán pero que tampoco se basa en términos de un proceso de descolonización— frente al Derecho Internacional. Sin embargo, no es comparable desde la perspectiva europea al tratarse de un Estado fuera del proceso de integración. Bajo este argumento cobra relevancia el papel que la Unión Europea (UE) ha tenido en el fortalecimiento del papel de las regiones subestatales para participar en el propio proceso supranacional. Este papel se explica mediante dos vertientes: 1) institucionalmente, con la inclusión del Comité de las Regiones a partir de 1993; y 2) políticamente, por el proceso complementario de descentralización que ha estado presente en el camino de la integración, particularmente con la aceleración de la interdependencia económica, que ha convertido tanto a las regiones como a otros gobiernos locales (particularmente grandes ciudades) en actores relevantes en el entramado multinivel de la organización político-administrativa que es la UE.

En este punto se vuelve necesario señalar la consecuencia más importante. Si bien, tanto la Comisión como el Parlamento europeos han repetido en diversas ocasiones la necesidad de encarar el desafío mediante un diálogo político al interior del Estado español, al mismo tiempo ha quedado clara su posición al respecto: si Cataluña se declara como un Estado independiente, no hay duda de que pasaría a ser un tercer Estado frente a la UE y sus Estados miembros. Independientemente que al final el proceso sea unilateral o negociado, no hay forma de que Cataluña siguiera siendo miembro de facto. La diferencia radicaría posiblemente en el tiempo para lograr una posible adhesión: de forma más rápida si Madrid reconociera la independencia (algo que a día de hoy parece imposible) ya que una parte muy importante de las futuras leyes catalanas contarían con un alto grado de europeización, es decir, la armonización y convergencia con el cuerpo legislativo comunitario. En cambio, si se presentara un aislacionismo regional hacia el nuevo Estado dado el veto de los otros miembros, nada impide al gobierno catalán que sus leyes reflejen el espíritu europeísta, que sin embargo en términos de invocación de derechos obtenidos no podrían aplicarse en sus relaciones con la UE sin que existiera una negociación ulterior.

Podría discutirse aquí que a los catalanes en algún momento no les interesaría ser parte del club comunitario. Pero esta afirmación resulta falacia desde el momento en la propia Cataluña se asume como europeísta y reconoce que fuera del marco regional su viabilidad estatal se vería condicionada. Uno de los argumentos de la independencia como lo es querer ser miembro de pleno derecho del entramado supranacional, refleja el papel que los Estados-nación han tenido históricamente en la construcción comunitaria. Por distintas y diversas razones, éstos han apostado en diferentes momentos por encuadrarse en el proceso de regionalización como forma de posicionarse ante el mundo: desde el otrora mundo bipolar, pasando por la multipolaridad, hasta el contexto de la globalización desbocada e inestable.

En el caso particular del Estado español, una de las razones fundamentales para su ingreso en 1986 fue el anclar la democratización del régimen en transición después de la dictadura franquista. En perspectiva 30 años después, la actuación del gobierno del Partido Popular pone en seria duda que el resultado haya sido positivo. Su respuesta al desafío catalanista ha ido escalando desde la negación hasta la deriva autoritaria: recortes a la autonomía presupuestal, politización del sistema judicial y un envío masivo de agentes de la Guardia Civil (el cuerpo policial estatal que forma parte del Ejército) con el fin de evitar que éste se lleve a cabo. Porque el proceso catalán, hoy en día no es sólo sobre la emancipación o no, si no fundamentalmente sobre la democracia. Y sin embargo, desde la perspectiva europeísta supraestatal que se encontraba en los orígenes de la actual UE, la independencia de Cataluña podría representar el fin a la posibilidad de construir una especie de federación de federaciones que sea capaz de superar el marco rígido estatocéntrico.


*Internacionalista y especialista en Integración Europea
agarciag@comunidad.unam.mx 

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