Si se tratara de una película estadounidense, El complot mongol (2019), de Sebastián del Amo, sería un escándalo. Cuando supe que actores mexicanos interpretarían a personajes chinos, esperaba una película racista —y eso vi, claro—, pero cuando me enfrenté a la proyección encontré un desastre mayor a las advertencias de colegas y amigos. Sin llegar del todo a ser comparable a una película de Paco del Toro, El complot mongol presume una cantidad abrumadora de decisiones mal tomadas que demuestran la influencia de la mala televisión en la estética del cine comercial mexicano. No manches Frida 2 (2019) rivaliza con El complot mongol para ser el mayor síntoma de esta enfermedad en 2019, pero, de cualquier modo, ejemplos de otros periodos sobran. Hazlo como hombre (2017) o Qué pena tu vida (2016) también son películas pésimas y —de manera más preocupante— discriminatorias: la primera normaliza el humor homofóbico; la segunda, el clasista. Su éxito nos dice mucho de sus consumidores, pero juzgarlos individualmente sería exculpar al sistema, culpable no sólo de crear espectadores de este tipo de películas, sino de financiarlas sabiendo que satisfacen los peores prejuicios de la sociedad mexicana.

El cine nacional siempre ha tendido a percibir a los extranjeros como estereotipos andantes. En Allá en el Rancho Grande (1936), de Fernando de Fuentes, aparece un estadounidense que hace las veces de payaso, quizás en el intento de una cultura oprimida —la nuestra— por enfrentar a su abusivo vecino ridiculizándolo. No sucede lo mismo en El complot mongol . Los inmigrantes chinos en México han sido estigmatizados y masacrados desde el siglo XIX. En Sinaloa, la intolerancia llegó a tal punto que se creó la liga antichina y en 1911 las fuerzas maderistas masacraron a 300 chinos en Torreón. Aun después de ello los mexicanos encontramos natural el burlarnos del acento de los chinos cuando hablan español; asumir que todos los inmigrantes de Asia Lejana vienen de China, y llamarles “chinitos”, como si fuera ofensivo el gentilicio y como si el diminutivo aliviara el insulto. En El complot mongol el protagonista hace todo eso pero no para que se critique su racismo sino para invitarnos a reír con él de personajes interpretados por Bárbara Mori, Gustavo Sánchez Parra y Salvador Sánchez, caracterizados como chinos en una infame práctica de ridiculización racial que en Estados Unidos se conoce como yellowface . Para equilibrar, el director pone a otros actores mexicanos a caricaturizar estadounidenses y rusos pero el daño está hecho y los errores abundan. Tal como cuando uno se pregunta por qué Charlton Heston interpreta a un mexicano con su pésimo acento al hablar español en Sed de mal (Touch of Evil , 1957), otros tendrán que tolerar el inglés de Hugo Stiglitz en El complot mongol . Esto último nos lleva a la pobreza cinematográfica del filme.

La presencia de Stiglitz es una alusión al cine de Quentin Tarantino, cuyo nombre es mencionado en los créditos y durante la película. Por supuesto, no es malo admirar a Tarantino pero sería bueno admirar también a otros. La fotografía y algunos trucos de edición —irises, sobre todo— intentan comunicar el sentido del humor con el que Rafael Bernal contó en su novela El complot mongol la historia de un asesino mexicano que investiga una amenaza contra el presidente estadounidense. Sin embargo la ejecución de Del Amo es siempre torpe y remite a las barras de comedia nocturnas de la televisión nacional. A veces Filiberto (Damián Alcázar), el protagonista, tiene fantasías románticas con una muchacha llamada Martita Fong (Mori), donde resaltan la pantalla verde y las luces que intentan crear un gracioso momento onírico. En vez de usar el camp para burlarse de la técnica en sí, como lo hacen Phil Lord y Christopher Miller en Comando especial 2 ( 22 Jump Street , 2014), Del Amo y sus colaboradores fracasan y logran solamente imágenes artificiosas. La música también delata las cuestionables influencias de Del Amo, ya que nunca cesa y cae en lugares comunes como el empleo de pizzicatos cuando se quiere crear una impresión de travesura. Ya ni hablar de los extraños close-ups en que los personajes hablan a la cámara, como si se tratara de una versión burda de Apocalypse Now (1979).

Sin nada bueno que agregar, me parece importante subrayar que este tipo de cine debería convertirse en una preocupación genuina para el Instituto Mexicano de Cinematografía. Los cineastas pueden idear toda clase de basura pero eso no implica que se puedan usar recursos públicos para financiarla. Si la película resulta un éxito —y no es imposible que lo sea— la derrota será para una cultura que se rehúsa a reconocer sus crímenes, incluso mientras exige a otras reconocer los que cometieron contra ella.

Twitter:@diazdelavega1

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