Probablemente el elogio más grande que haya recibido Mario Moreno en toda su carrera, es su aparición como figura central en el mural de Diego Rivera que adorna la fachada del Teatro de los Insurgentes. Justo al centro de la imagen, aparece Cantinflas en su clásica indumentaria del peladito con los pantalones cafés por debajo de la cintura, playera blanca de mangas largas, sombrero de paja y el trapo al hombro al que se refería como su “gabardina”.

Cantinflas como el centro del país. El actor, el mimo, aparece en aquel mural como mediador entre el poder y el pueblo, cobrándole al primero sus actuaciones con la mano derecha, para darle con la izquierda el dinero recibido a los pobres. Cantinflas como un moderno Robin Hood, el centro de la cosmogonía nacional, el equilibrio entre pobres y ricos.

La vida y obra de Mario Fortino Alfonso Moreno Reyes es, al igual que aquel mural, una dualidad. Tanto su vida como su obra se pueden dividir en dos mitades perfectamente definidas y reconocibles: la que empieza en las clases bajas y termina codeándose con el poder; la que empieza en las cintas de blanco y negro y termina con el cine a color, la que empieza con el peladito y termina con el muy respetable patrullero, el diputado, el maestro. La que empieza con el humor y termina con el triste, aburrido, penoso sermón moralista.

Luego de varios empleos, de huir de casa, de cambiarse la edad para entrar al ejército y de volverse boxeador; Mario Moreno asiste a las carpas y se enamora de ellas. Ingresa de lleno a ese mundo, primero como bailarín, luego como actor sustituto. La leyenda dice que, en pleno escenario, con el maquillaje puesto y frente al público, Moreno olvida sus líneas empezando su monólogo por el final y torpemente queriendo corregir con lo poco que recordaba del inicio. El público ríe ante el prodigio de incoherencias que salen de la boca de aquel actor. “¿Cuánto inflas?” le grita alguien del respetable y sin querer bautiza al personaje.

Hombre de dualidades, Mario Moreno desmintió esa versión diciendo que el nombre y estilo de personaje son invención pura de su propia autoría. Como sea, Cantinflas, el peladito, había nacido. Pero, ¿quiénes eran los “peladitos”? Así se le conocían a personajes urbanos (usualmente venidos del campo) de principios del siglo XX; hombres borrachos, machistas, buscapleitos, parias sin nada que ponerse encima y que proliferaban en los barrios pobres de la Ciudad de México.

De la carpa al teatro. Ya con el personaje plenamente evolucionado, es invitado a inaugurar el Folies Bergere que se abarrota para verlo. Pronto se vuelve moda. Cantinflas aprovecha y tira algunos dardos, hace un poco de humor político ante un público que se muestra más respetuoso que el de la carpa:

"¡Y cosas de la vida! ¿Verdá? ¡Qué le vamos a hacer! Yo tuve que ganarme la vida, porque el que no se gana la vida, pos la pierde. Y como es mejor ganar que perder, me hice cómico y ¡ya estaría de Dios! Ojalá y no me haiga dedicado a otra cosa porque si no, me hubiera dado por ser diputado y es lo que yo digo, pos ¿pa qué?"

Y si, cosas de la vida, quién diría que veinte años después, en efecto, el personaje jugaría con la posibilidad de ser diputado, ministro, patrullero, con mucho menos humor e irreverencia que en las carpas y los teatros, con mucho más moralina y buenas costumbres de las que se podría esperar de un peladito.

Don Mario se codea con el poder, le gusta hacerlo. Es amigo de empresarios y políticos de toda índole. Los presidentes lo llaman, lo invitan a comidas, lo reciben en los pinos, desde Alemán hasta Salinas. Se codea con las figuras de Hollywood, lo mismo asiste a lujosas fiestas o es testigo de bodas reales, como la de Elizabeth Taylor con Mike Todd en Acapulco. Y nomás para no dejar, es el favorito de Televisa.

Don Mario está ya en el espectro izquierdo del mural. Sigue siendo un hombre generoso, que no ceja en hacer donaciones para caridad y ayudar a quien se lo pida. Es un filántropo, de gesto adusto, pero al que -según la leyenda- nunca faltaba alguien que llegara a su oficina para pedirle ayuda. Jamás se negaba.

Sin embargo, su cercanía con el poder es excesiva, incluso extraña. ¿Porqué los políticos tienen en tanta estima a Don Mario?

En su libro La jaula de la melancolía, el sociólogo mexicano Roger Bartra asegura que la popularidad de Cantinflas se debe a que, con sus burlas, hace también una crítica de la injusticia social; por ejemplo, cuando le preguntan si el trabajo es cosa buena, contesta: 'Si fuera bueno, ya lo hubieran acaparado los ricos'. “Pero es una crítica conformista que propone la huida y no la lucha, el escurrimiento y no la pelea. El mexicano se convierte en un maestro de las fintas y los albures. Se vuelve un ser torcido, alambicado, evasivo e indirecto". Bartra concluye: "El verbalismo confuso de Cantinflas no es una crítica de la demagogia de los políticos: es su legitimación".

El colmo de esa legitimación hacia los políticos y del priismo que lo detentaba es El Patrullero 777 (Delgado, 1978). Ahí, diez años después de la masacre de Tlatelolco y a seis del halconazo, Cantinflas vuelto policía sermonea jóvenes, ayuda a prostitutas para que dejen la profesión, y hace crítica (inútil) a la corrupción policiaca.

Don Mario al final traiciona a su personaje, hace del humor, de su humor, un vehículo para la enseñanza y el buen ejemplo.

En ese sentido, el contraste con Tin Tan (su eterno rival) es inmediato e imposible de evitar. Mientras que Cantinflas fuera del escenario se transformaba en “Don Mario”, el filántropo, el del dinero, el que se codeaba con los políticos; Tin Tan siempre tuvo como motor de vida el franco total y absoluto desmadre, dentro y fuera de la pantalla. Así, Tin Tan básicamente despilfarró su dinero con sus amigos y con todos aquellos que le pedían ayuda. Tin Tan era el mismo antes y después del grito de “¡corte!”, Tin Tan era un inadaptado dentro de los inadaptados: mientras a Cantinflas se le alababa por su caos hecho lenguaje, a Tin Tan se le crucificaba por sus pochismos y por “destruir el español”. Cantinflas sobrevivía a pesar de su ignorancia, Tin Tan sobrevivía gracias a su ingenio.

Tin Tan, hay que decirlo, al final es un comediante más honesto. Lo suyo no es actuación, lo suyo es pulsión de vida.

A su muerte, como en aquel mural, Cantinflas logra por última vez reunir a la sociedad completa. Ahí están los boleros, los bomberos, los policías. Ahí está el pueblo. También están los políticos. “Se ha ido, pero continuará vivo en el recuerdo y en el cariño de los mexicanos”, dice un no muy inspirado Carlos Salinas de Gortari, entonces presidente de México. Quién mejor retrata la simpatía del poder por el comediante es el entonces presidente de Perú (hoy prófugo encarcelado) Alberto Fujimori: “Una gran pérdida: sabía criticar sin amargura y hacer humor sin acidez”.

Sin amargura, sin acidez. Cantinflas perdió el humor muy pronto, renegando, en pantalla y en la vida misma, de aquel personaje de carpa, de aquel peladito que evitaba el trabajo como si fuera una enfermedad, que se la pasaba de flojonazo buscando a quién estafar, pero que a la postre era más auténtico y chistoso que sus posteriores personajes de cartón.

Ahí está el detalle.

Texto publicado originalmente en enero de 2011

-O-

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