El liberalismo político fue un movimiento ideológico que se alzó en contra de las monarquías de finales del Siglo XVIII. Para lograr sus fines, propugnaron por la emisión de constituciones escritas en las que se consagraran los derechos de los ciudadanos, y por la división de poderes como forma de organización de los estados. Así, tras las declaraciones liberales de Independencia de los Estados Unidos (1776) y de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en Francia (1789), México adoptó, en 1857, una Constitución de corte eminentemente liberal que, si bien instituía un presidencialismo robusto, al mismo tiempo establecía un claro predominio del Poder Legislativo sobre el Poder Ejecutivo. Dicho en otras palabras, el imperio de la ley.

Desde entonces y hasta la fecha, con la Constitución vigente de 1917 y su artículo 128 según el cual “todo funcionario público, sin excepción alguna, antes de tomar posesión de su encargo, prestará la protesta de guardar la Constitución y las leyes que de ella emanen”, todas las personas, instituciones y entidades -públicas y privadas-, incluido el Estado, están sometidas a las leyes promulgadas por los poderes legislativos. Así pues, ninguna persona -ninguna- tiene poder absoluto ni está por encima de la ley. ¿Qué sería de México, de nosotros, si no fuera así? Ni pensarlo. Es indiscutible que el imperio de la ley es un pilar fundamental de nuestra democracia, esencial para la protección de los derechos fundamentales, el mantenimiento del orden social y la limitación del poder arbitrario.

Por eso fue tan delicado que el presidente López Obrador, el mismo que tantas veces ha dicho que “al margen de la ley, nada; por encima de la ley, nadie”, expresara el pasado viernes que “por encima” de la ley “está la autoridad moral y la autoridad política” de él. Una frase desatinada, más allá de su sintaxis o contexto, que engloba la idea de que la autoridad presidencial, si además es moral -cualquier cosa que esto signifique-, permite al titular del Poder Ejecutivo incumplir sin consecuencias la Constitución y las leyes que de ella emanen. Imaginemos, entonces, a Carlos Salinas o a Felipe Calderón o a Enrique Peña, o a nuestra próxima presidenta, imponiendo su auto reconocida “autoridad moral” para ignorar el Estado de Derecho conforme a sus deseos. ¿Estaríamos de acuerdo?

No hay nada hay más peligroso para nuestra democracia que aceptar siquiera un mínimo margen de poder al margen o por encima de la ley. Como dijera Cicerón, las leyes son para el bien de los ciudadanos y deben ser permanente y puntualmente acatadas, especialmente por nuestros gobernantes. Quizás por ello, la frase del presidente quedó sin mayor eco. Hasta hoy, no ha habido algún conspicuo legislador que haya suscrito una iniciativa que exente del cumplimiento de la ley a los presidentes que actúen con “autoridad moral”, ni tampoco el más lúcido de sus seguidores lo ha secundado. Y qué bueno que así haya sido. El día que aceptemos la expansión del poder sin los fundamentos de nuestras leyes, habremos perdido nuestros derechos y libertades. Por esto tenemos la obligación, todos, de repetir, una y otra vez, como un mantra, que nadie, pero nadie, puede estar nunca, ni hoy ni mañana, por encima de la ley. Por nuestro bien.

Abogado penalista.

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